El dios de la Juventud




En la vastedad de los dominios celestiales, en la cumbre inmaculada del Monte Olimpo, se alzaba majestuoso Panópolis, el dios de la Juventud, cuya estirpe emanaba del linaje celestial de la diosa Hera y el esplendoroso dios Apolo. Su presencia era un torbellino de vitalidad y fuerza, resonando con la potencia de mil truenos, mientras su figura divina se deslizaba con gracia sobre los suelos sagrados, envuelto en la liviandad de su ropaje y la desnudez de sus pies.

A pesar de su ascendencia divina, Panópolis habitaba en la penumbra de la pobreza, refugiado en una modesta choza en las afueras de la gloriosa Atenas. Entre las paredes de su humilde morada, el dios tejía los hilos de su destino, inmerso en los ciclos eternos de la juventud. Con cada nuevo amanecer, una barba encanecida anunciaba el inexorable paso del tiempo y su posterior vejez, pero al filo de su cuchilla, renacía en él la lozanía primigenia, desafiando al tiempo y al destino mismo.

Con cabellos plateados que relucían como la luna llena en el firmamento, Panópolis forjaba pócimas místicas, elixires de eterna juventud, cuya esencia era tan preciosa como la mismísima piedra filosofal. Estas elixires eran guardadas celosamente en los recovecos secretos de su morada divina, mientras las leyendas antiguas susurraban su nombre en tiempos de desesperación, cuando la sombra del temible Minotauro se cernía sobre los corazones de los atenienses, quienes acudían a él en busca del don de la eterna lozanía para enfrentar a la bestia.

En los días tumultuosos de guerra en la gloriosa Atenas, Panópolis se erigía como un faro de esperanza en medio de la oscuridad, desafiando a un enemigo formidable: el fiero Heraclito, cuya sed de poder lo llevó a profanar el hogar divino en busca de los elixires mágicos del dios de la juventud.

Con astucia divina, Panópolis urdió un plan ingenioso, transformando al audaz Heraclito en un niño indefenso, atrapado en los hilos del tiempo que consumían su fuerza y coraje.

Sin embargo, el destino es un entramado indomable, y el tiempo, un río incesante que fluye en círculos eternos. Heraclito regresó, imbuido de una fuerza renovada, ansioso por venganza y sediento de poder. En su furia desatada, encadenó a Panópolis y robó sus preciadas pócimas, sumiéndolo en las profundidades de la oscuridad más profunda.

Días y noches transcurrieron sin que Panópolis fuera avistado, su barba creció y creció como lianas enredadas, rozando el suelo en un lamento silencioso por la pérdida de su juventud eterna. Así, envuelto en las sombras del olvido, el dios de la juventud yacía, su espíritu eterno devorado por el inexorable paso del tiempo, hasta que finalmente sucumbió, víctima de la tragedia más humana: la muerte natural.

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