La casa de redes




Un muchacho sale de su trabajo -como todos los días- en dirección a su casa. El camino es corto, pero él ni lo nota. La falta de atención a su alrededor es notable, sólo hace foco a treinta centímetros de su cara, con la mirada vacía. En el camino pasan un par de amigos, de esos que visten y calzan, con tal infortunio que no logran chocar miradas. Ellos también padecen de la misma falta de atención que nuestro muchacho. En la esquina de la calle Belgrano y Balcarce, un auto casi lo atropella. El conductor se enfurece y larga algún que otro insulto por la ventanilla del acompañante. El muchacho lo ignora.

Varios metros antes de llegar a su casa, abre el buzón de cartas.

—Basura, basura, basura, lo leo después, basura— dice entre dientes.

Se para sobre la alfombra de Bienvenida, sacude los pies y hace girar la llave maestra. Entra a una especie de living-comedor adornado con cientos de cuadritos con marcos de madera en sus paredes blancas. En ellos, fotos que fue recolectado hace meses, incluso años, en los cuales se aprecian ídolos de toda índole, amigos, novias, mascotas y algún que otro paisaje. Pero la mayoría son imágenes de platos de comida a punto de ser ingeridos, libros a punto de ser leídos (que raras veces termina) y fotos de él mismo acompañados de frases de Bob Marley que jamás dijo. Da un breve vistazo a cada uno de los cuadros para ver si a alguien le gustó alguno y sigue su camino.

En la cocina, se sirve las sobras de la noche anterior.

-Esto no lo voy a compartir -Piensa mientras mastica-. Continuando con el recorrido.

Subiendo las escaleras, hay un extenso pasillo alfombrado. Un sinfín de puertas se divisan a izquierda y derecha. En la primera, la más a mano, está el salón azul. 

La historia cuenta que el arquitecto que lo diseñó, un chico de unos veinte y tantos llamado Mark, le robó la idea a unos compañeros de la universidad. Por miedo a que le suceda lo mismo, fue él mismo quien apilo, ladrillo tras ladrillo, el recinto. Lo revoco y puso luces de colores brillantes y publicidades a medida del ocupante de la casa. Algunos dicen que en él caben unas tres mil personas. Otros afirman, convencidos, que la cifra se estira a cinco mil. Y hasta hay quienes dicen que el arquitecto, edificó uno en su propia casa y que es tan grande que la pared de fondo llega al infinito. La sala se ve abandonada, hasta le han crecido hierbas en los rincones pero al muchacho no le importa.

En frente a la sala azul, está la sala polaroid. Y en él, nuestro muchacho entra para encontrarse con un montón de personas que apenas conoce y que se ve obligado a llamar amigos. En ella, él se siente poseedor de una fama que no tiene. Lo raro de esta habitación mágica, es que los individuos que la habitan están en constante bullicio. Desde la puerta se pueden oír mujeres despechadas a los gritos, cómicos domésticos improvisando algún que otro chiste, filósofos de peña tirando alguna que otra verdad y hasta reclamos con nombre y apellido. Todos a los gritos.

El ocupante, al entrar, se dota de una serie de poderes que elige como emplear. Puede volverse invisible a los ojos de sus “amigos”, y de esta forma, apreciar el circo desde las gradas sin participar de él. También puede hablar telepáticamente con sus miembros, y tener conversaciones desafiando el tiempo y el espacio. O mirar sin pestañear y recorrer el pasado de una persona, sin que esta se enterase.

Pero todo tiene un precio: se hizo adicto a que le den corazones rojos de cartón. Algo que su abuela no entiende. Y que lo obliga a entrar y salir mil veces al día.

En la segunda puerta a la derecha, se encuentra un bañito con una gran “X” en la puerta. Es chiquito, pero cómodo. Tiene una ducha, inodoro, una bacha donde se cepilla los dientes y un espejo encantado. Al mirarse en él, se siente más suelto y lo lleva a desprenderse de pensamientos. A veces se encuentra con frases ingeniosas, otras con sentimientos reprimidos; canciones que no paró de repetir en todo el día o simples parloteos desestresantes. Tonterías de algunos caracteres, que se gestaron mirándose al espejo, y van a parar al inodoro. Entra allí cada vez que piensa en cambiar al mundo pero nunca lo logra y siempre sale con una sensación de odio que le dura todo el día.

El recorrido continúa por la habitación contigua: La sala de microcine. Allí va cuando quiere matar el tiempo. Pasa horas encerrado, desparramado en el sillon de terciopelo negro con la panza llena de fritura y el cerebro segregando dopamina a mas no poder. Su mente. Su mente alli se vuelve mas cortoplacista. A veces esquiva esta habitación y se va a la de enfrente, la piecita roja donde guarda todos los catálogos de imágenes que recorta para hacer collages. El momento de soledad allí es un oasis. Se sienta en el puff y pasa un largo rato hojeando revistas que guarda en sus tableros de corcho que tiene en la pared frontal. 

Se va a dormir con la vista cansada y un dolor de cabeza que lo agobia.

Otro día amanece. Deja la casa para ir a su trabajo. A sus espaldas se la ve. Vacía, como su mirada.


Comentarios